Nunca podré olvidar la primera vez que mis hijos y yo vimos “Arsénico por compasión” ¡Qué risas más claras y genuinas las de mis hijos contemplando las caras imposibles de Gary Grant y observando las absurdas situaciones que se dan en la película! Tanto les gustó que no fue la última vez que la vimos: tres, cuatro, cinco veces… y hasta mi sobrino Gonzalo se apuntó una vez llevado por la admiración de mis hijos hacia la película. Se trata, sin duda, de una obra maestra que yo siempre tendré en el rincón de mis recuerdos más preciados, tanto por lo que la aprecié como por el contexto de felicidad en el que la disfruté.
El argumento en sí ya es increíble: el protagonista descubre como sus dos tías –dos señoras maduras, amables, dulces y cariñosas– se dedican a envenenar, con un vino que ellas mismas elaboran, a los hombres solitarios que acuden a su casa en busca de una habitación donde dormir. Y así las dos buenas tías, a las que les conmueve la soledad de estos hombres en su época madura, les envían por compasión al otro mundo.
Yo, que no mato ni mataría a nadie ni por compasión ni por nada, me adueño del título de esta película con un pequeño matiz, pero que transforma la frase completamente. Ese pequeño cambio es la coma. Sí, la coma puede variar por completo el sentido de una frase. “¡Arsénico, por compasión!” quiere decir que pido arsénico, y lo pido por compasión hacia mi persona. Porque cuando contemplo este mundo cínico, con esas personas pérfidas, con sus acciones sórdidas propias de hombres estúpidos, yo pido a gritos: ¡Arsénico, dadme arsénico, dádmelo por compasión! Porque a veces uno no puede más con el mundo.
A veces grito: ¡Arsénico, por compasión!