Hoy, en esas horas de tren en las que se aparte de otras cosas oyes lo que hablan los demás con su móvil, escuché como unas doce veces a un señor de mediana edad que iba llamando por teléfono a amigos, familiares y supongo también a gente del trabajo contándoles que su madre había muerto esa noche a tres de la madrugada. El señor no parecía triste, y siempre después de dar la noticia del fallecimiento proseguía diciendo que la muerte había sido lo mejor que le podía haber ocurrido a su madre pues llevaba mucho tiempo – casi un año decía – muy mal. “ Además ya tenía ochenta y cinco años”, concluía cada vez el señor del tren.
Yo me preguntaba si el señor en cuestión sería uno de esos que así como esas muertes las consideran casi un alivio que mitigan la tristeza, no echaría pestes de todo aquel que estuviera de acuerdo con una ley para la eutanasia o muerte digna.
Y es que son demasiados, incluidos por supuesto los sacerdotes, los que cuando fallecen enfermos terminales, mayores que sufren, personas en estado vegetativo, etc., aceptan y hasta dan gracias a Dios por el óbito, pero que son incapaces de aceptar que haya gente que pida esa misma muerte pero con un poco de ayuda o simplemente que les dejen quitarse la vida ellos mismos. Es demasiada la gente que acepta la muerte natural pero que no admite que pueda morirse de otro modo.
Y si a algunas personas nos parece estupendo que haya gente que quiera vivir hasta que el organismo aguante y nada les decimos y hasta los admiramos y animamos a que no fumen, ni beban, ni practiquen deportes de alto riesgo, ni que coman bollos ni butifarras ¿por qué los que no opinan igual no tienen el mismo respeto? Por qué tienen que tacharnos de egoístas, amorales y a veces alguno que otro hasta de asesinos?
Sus argumentos para desechar cualquier muerte que no sea natural se reducen, lo mires como lo mires, a dos:
Están lo que dicen que es que hay que morir cuando a uno le llegue su hora
¿Cuándo te llegue la hora? Menuda estupidez. Ni que viniéramos al mundo con un carnet con la fecha y hora de nuestra muerte. Qué hora ni qué narices. Uno se muere por conducir borracho, porque te da un infarto, porque la cocaína estaba adulterada, porque tu ex te ha pegado un tiro, etc. Y entonces uno se muere porque el corazón deja de latir.
El otro argumento es el de los creyentes que vienen a decir, de hecho lo dicen, que la muerte la decide sólo Dios. Si alguien muere te sueltan la frasecita: “Ha sido la voluntad de Dios”. ¡Pues vaya con la voluntad de Dios! Parece que a esos miles y miles de personas que sufren y padecen dolores terribles y que van hacia una muerte segura a Dios no le da por hacer nada y los deja olvidados, en cambio yo podría decir – entre otros muchos casos - que hace mes y medio ese Dios tan bondadoso tuvo la voluntad de que muriera de pronto, en menos de una noche, un niño de trece meses precioso todo sonrisas y felicidad llevándose con él la alegría de su joven madre que nunca volverá ya a ser la misma. Si esa es la voluntad de Dios, si es así como se entretiene, mejor que se dedique a jugar al parchís.