El otro día estuve escribiendo sobre cómo la sociedad divide a las personas en buenos y malos según criterios simplistas. Hoy hablaré de un individuo, porque no se me ocurre como llamar a semejante animal, al que la sociedad, ya que no está en la cárcel, considera del montón de los buenos.
Mi hijo Richi, persona que cualquiera que lo conozca sabe que es ante todo una buena persona, caminaba el sábado a las once de la noche hacia casa de su amigo Javi. Él, que ya sabe cómo están las cosas de mal en este país –hace poco lo atracaron cuando llegaba a casa– fue en taxi hasta la Plaza de Toros. Allí se bajó, y en el poco recorrido hacia casa de su amigo se le acercaron cuatro mastodontes pasados de a saber qué sustancias y uno de ellos le pidió con voz gangosa un cigarro. Cuando mi hijo le contestó que no fumaba, el susodicho animal le arreó un puñetazo en el ojo y luego se alejó con sus compañeros tan campante, quizás hasta orgulloso de su hazaña, a seguir su divertida noche.
Mi hijo, sangrando por la nariz y la visión distorsionada llamó a su primo Gonzalo y le pidió ayuda. Mi sobrino que es otro ejemplo de muchacho ejemplar, acompañó a Richi a urgencias y se quedó con él todo el tiempo.
Y así es cómo Richi y Gonzalo pasaron la noche del sábado. En vez de divertirse en casa de Javi con su planeada partida de cartas y unos vasos de coca-cola, pasaron la noche en urgencias, primero esperando su turno, luego sometiéndose uno a las pruebas requeridas por el médico y otro esperando pacientemente, y por fin escuchando el diagnóstico final del médico.
Gracias a Dios, que no al estúpido sinvergüenza, no tiene rota la nariz ni le han ocasionado ningún mal ocular excepto un derrame interno que hace que al lado de su pupila color avellana se le vea una mancha rojo bermellón. También tendrá que ir unos cuantos días con un moratón bajo el ojo y una marca en su nariz dolorida.
Pero, claro, el orangután que lo agredió seguirá su vida como si tal cosa. No está en la cárcel, es bueno y puede gozar de todos los privilegios que da la libertad. Beberá en los bares, paseará por las calles dispuesto a pegarle otro puñetazo a alguien, llegará a su casa cuando quiera, dormirá en una cómoda cama, podrá llamar siempre que le apetezca a sus amigos para contarles lo machote que es, y su madre, pobre, podrá seguir mimándolo y preparándole su comida favorita.
Porque para esta simplista sociedad vale tanto mi extraordinario hijo como ese cavernícola sin corazón ni alma y la mente vacía de neuronas.