Hoy he estado pensando en que pronto tendré que ir sacando el belén y entonces me he puesto a mirar a mi San José y me han entrado ganas de escribir sobre él.
Cuando yo me casé no disponía entre otras muchas cosas, de un Belén para alegrar la Navidad. Pero un buen día mis primas, esas muchachas maravillosas a las que quiero como a hermanas, me regalaron un nacimiento de escayola que ellas mismas pintaron con paciencia y mucho talento. Sólo constaba de la imagen de la Virgen María con el niño Jesús y un San José. Eso sí, de un considerable tamaño, lo que hacía que luciera mucho en cualquier sitio que lo colocara. Quizás a alguien le parezca poca cosa, pero nadie sabe –creo que ni siquiera ellas mismas– la tremenda ilusión que me hizo.
Y así durante muchas Navidades mi casa estuvo adornada con este nacimiento al que tanto cariño le tenía y le tengo todavía. Porque para mí, lo mejor de la Navidad es el Belén y el día que llegan los Reyes Magos. Todo lo demás, como que me da igual. Yo soy así.
Cuando económicamente las cosas mejoraron y un anuncio en televisión como tantas otras veces me convenció, decidí empezar a comprarme un auténtico Belén. Se compraba cada semana; con cada figurita venía un fascículo sobre el Belén que la verdad no era muy interesante, pero las figuras estaban bien logradas, eran de una decente calidad y lo suficientemente hermosas. Así que sin pensármelo mucho empecé a coleccionar con devoción mi Belén navideño.
Cuál sería mi sorpresa cuando a punto de llegar la Navidad, aparte de otras esculturas, no tenía a San José. Me sentí perdida, puesto que no puedo imaginar un Belén sin tan bondadosa figura navideña. Así que coloqué al lado de la Virgen, el niño Jesús, la mulita y el buey a mi San José de escayola.
Cuando llegaron mis hijos asombrados de la inmensa desproporción en tamaño y estilo que San José le proporcionaba al Belén me lo comentaron con profunda extrañeza, a lo que yo contesté casi gritando y levantando mis brazos a lo alto: “Es que, ¡qué grande es San José!”, lo que despertó las sonrisas de todos.
Pocos días después recibí una carta de la editorial que me suministraba mi Belén en pequeñas dosis diciéndome que podía pedir todas aquellas piezas que faltaran para poder tenerlas para la inminente Navidad. Eso hice y así completé mi Belén, si es que se puede decir que un Belén está completo sin caganer y sin castañera. Porque en mi Belén de niña teníamos al caganer y a la castañera. Aunque ése es otro asunto del que hablaré otro día porque si no esto podría hacerse interminable.
El caso es que después de poner mi Belén ya completo con las nuevas figuritas cogí el antiguo nacimiento y decidí guardarlo junto a esas otras cosas que no quieres tirar pero que sabes que nunca usarás.
Guardé a la Virgen con su niño, pero con San José no pude. Le admiraba y le quería demasiado. Miraba a mi San José, ese santo bueno como no ha habido otro y representado con tanta maestría, con su farolito, su cayado, y esa cara de buenazo que mis primas le habían pintado y se desplegaba en mí una profunda melancolía. No, no podía.
Y así es como mi San José acabó en mi escritorio entre la lata del monstruo de Tasmania donde guardo las chinchetas y la caja de música de la Cenicienta que me regalaron mis hijos.
Nunca lo ha quitado desde entonces de mi mesa de trabajo. Ahí seguirá, durante todos los días del año, aunque ya un poco deteriorado por el paso de los años, el San José de escayola que me regalaron mis primas.
Cuando yo me casé no disponía entre otras muchas cosas, de un Belén para alegrar la Navidad. Pero un buen día mis primas, esas muchachas maravillosas a las que quiero como a hermanas, me regalaron un nacimiento de escayola que ellas mismas pintaron con paciencia y mucho talento. Sólo constaba de la imagen de la Virgen María con el niño Jesús y un San José. Eso sí, de un considerable tamaño, lo que hacía que luciera mucho en cualquier sitio que lo colocara. Quizás a alguien le parezca poca cosa, pero nadie sabe –creo que ni siquiera ellas mismas– la tremenda ilusión que me hizo.
Y así durante muchas Navidades mi casa estuvo adornada con este nacimiento al que tanto cariño le tenía y le tengo todavía. Porque para mí, lo mejor de la Navidad es el Belén y el día que llegan los Reyes Magos. Todo lo demás, como que me da igual. Yo soy así.
Cuando económicamente las cosas mejoraron y un anuncio en televisión como tantas otras veces me convenció, decidí empezar a comprarme un auténtico Belén. Se compraba cada semana; con cada figurita venía un fascículo sobre el Belén que la verdad no era muy interesante, pero las figuras estaban bien logradas, eran de una decente calidad y lo suficientemente hermosas. Así que sin pensármelo mucho empecé a coleccionar con devoción mi Belén navideño.
Cuál sería mi sorpresa cuando a punto de llegar la Navidad, aparte de otras esculturas, no tenía a San José. Me sentí perdida, puesto que no puedo imaginar un Belén sin tan bondadosa figura navideña. Así que coloqué al lado de la Virgen, el niño Jesús, la mulita y el buey a mi San José de escayola.
Cuando llegaron mis hijos asombrados de la inmensa desproporción en tamaño y estilo que San José le proporcionaba al Belén me lo comentaron con profunda extrañeza, a lo que yo contesté casi gritando y levantando mis brazos a lo alto: “Es que, ¡qué grande es San José!”, lo que despertó las sonrisas de todos.
Pocos días después recibí una carta de la editorial que me suministraba mi Belén en pequeñas dosis diciéndome que podía pedir todas aquellas piezas que faltaran para poder tenerlas para la inminente Navidad. Eso hice y así completé mi Belén, si es que se puede decir que un Belén está completo sin caganer y sin castañera. Porque en mi Belén de niña teníamos al caganer y a la castañera. Aunque ése es otro asunto del que hablaré otro día porque si no esto podría hacerse interminable.
El caso es que después de poner mi Belén ya completo con las nuevas figuritas cogí el antiguo nacimiento y decidí guardarlo junto a esas otras cosas que no quieres tirar pero que sabes que nunca usarás.
Guardé a la Virgen con su niño, pero con San José no pude. Le admiraba y le quería demasiado. Miraba a mi San José, ese santo bueno como no ha habido otro y representado con tanta maestría, con su farolito, su cayado, y esa cara de buenazo que mis primas le habían pintado y se desplegaba en mí una profunda melancolía. No, no podía.
Y así es como mi San José acabó en mi escritorio entre la lata del monstruo de Tasmania donde guardo las chinchetas y la caja de música de la Cenicienta que me regalaron mis hijos.
Nunca lo ha quitado desde entonces de mi mesa de trabajo. Ahí seguirá, durante todos los días del año, aunque ya un poco deteriorado por el paso de los años, el San José de escayola que me regalaron mis primas.
4 comentarios:
tE ACUERDAS DE ESTO?
la iaia Santa Anna
i el iaio Xoxim
se`n van a la parra
i cullen raïm
i el bon Jesuset
se`n menja un granet
i es una panxeta
com un tabalet"
Ah...jajajaja...el Sant Josep, quina canya...et puc assegurar que no em recorde, però si va ser així, hauré d'enviar-ho a algun premi, jajaja.Em tronxo, em partisc, i m'encanta que et recordes. Ai senyor que fort...
Pues es així paraula per paraula. Post preguntarle a Andrea
Publicar un comentario