Estando con mis tres primas mayores, ya que en aquella época Pepa debía ser un bebé y Gloria debía estar en el limbo dando guerra a los angelitos, se me ocurrió una magnífica idea contemplando aquel armatoste de trocos de pino, travesaños de madera y cuatro pesadas ruedas de hierro llamado carretó que mi abuelo conservaba en la era de Tagarina. La que yo creí una brillante idea consistía en subirnos encima del carretó, como si de un coche se tratara y deslizarnos por el camino en pendiente aguda que lleva hasta el río. Es lógico que no supiera con mis seis años de las leyes de la gravedad, la aceleración ni la fuerza centrípeta . Así que para mí no había peligro alguno en mi traviesa idea.
Le pregunté a mis primas hermanas y a excepción de Luisa, que ya tan pequeña era la más sensata de todas y puso objeciones a tocar algo sin preguntar, las otras dos estuvieron de acuerdo y entre las tres convencimos a la pequeña y ya prudente Luisa.
Así que arrastramos el carretó hacia el camino, nos montamos una detrás de otra como pudimos, empujamos con manos y con pies y el armatoste empezó a descender cada vez más rápidamente por el camino cuesta abajo.
No sé cómo en la pronunciada curva que se encuentra justo al final de la pendiente más pronunciada el cacharro no obedeció las leyes de física y arrastrado por la fuerza centrípeta y la aceleración que había tomado y se precipitó al vacío llevándonos a las cuatro con él. Quizás tengan razón los que arguyen que los niños tienen un ángel de la guarda, o simplemente al destino le pareció demasiado castigo para mí el que arrastrara a una muerte cierta a mis primas.
.
Lo cierto es que después de esta curva continuamos bajando por el camino de pendiente profunda aunque, eso sí, ya no tanto, hasta que al alcanzar una parte más o menos llana que se ubica casi a la mitad del recorrido, oímos unos gritos provenientes de la era.
- ¡Bajad de ahí ahora mismo y subid inmediatamente! – la frase de mi tía aunque no la recuerdo con exactitud, es eso lo que venía a decir sin ninguna duda.
.
Ni que decir tiene que por el tono supimos que algo muy malo habíamos hecho y que debíamos obedientes subir sin rechistar.
Al llegar a la era mis tías nos esperaban profundamente enfadadas, y con ira nos empezaron a reñir. Pronto nos hicieron entender la peligrosidad de la hazaña y que su enfado hacia nosotras era totalmente merecido.
- ¿De quién ha sido la idea? – preguntó mi tía María.
Mis primas se comportaron como verdaderas hermanas, no me acusaron, ya entonces, tan pequeñas se comportaron como luego iban a ser en la adolescencia, juventud y madurez, como verdaderas amigas, como grandes mujeres. Pero yo, que tampoco soy tan mala – algo bueno debo tener dada la familia a la que pertenezco - afronté con valentía la responsabilidad y dije que la idea había sido mía. Ahora que lo pienso sólo me falto dar un paso al frente, pero era demasiado pequeña para saber que eso es lo que hacen los valientes.
Un chaparrón de incriminaciones cayeron sobre mí de parte de mis dos tías con frases como: “Os podíais haber matado”, “¿Cómo se te ocurre algo así?”, “¿Quién te manda tocar eso?”, “ Es un milagro que no os matarais”, etc.
Hasta que por fin para mi reposo emocional llegó mi abuela, mi querida Mare Dolores, que les dijo a sus hijas:
- Dejadla, cuando venga el Pare Toni ya hablará con ella.
Y mis tías se fueron obedientes y yo me quedé allí, sentadita, dolida y profundamente arrepentida de mi travesura y asustada por lo que mi abuelo me podría decir. ¿Qué me diría? ¿Qué castigo me impondría?
Allí estuve sin moverme esperando compungida hasta que llegó mi abuelo con su paso firme y su cara serena.
- Lo que has hecho es muy peligroso ¿sabes? Os podríais haber matado las cuatro – dijo mi abuelo sin levantar ni un ápice su tono de voz ni sin variar la expresión apacible de su cara.
- Sí, - dije sollozando.
- ¿Volverás a hacerlo?
- No, nunca lo haré Pare Toni.
- Pues entonces deja de llorar y vamos dentro a comer.
Completamente anonadada y orgullosa de mi abuelo lo seguí hasta la casa. Él por mi cara, mis sollozos, o vete tú a saber, había comprendido que yo no necesitaba riñas ni castigos. Él supo que yo era consciente del peligro y qué nunca más volvería a hacer nada nuevo sin preguntar y menos jugar con aquel carretó. Él me trató como si fuera una chica mayor y no una niña pequeña.
.
Ése era mi abuelo, ese abuelo del que tanto presumo.
Ése era mi nunca olvidado Pare Toni.